La vida es un misterio. Ha sido todo el conocimiento una necesidad tenaz de explicar  nuestra existencia, plantearla como problema e intentar darle una solución. Ciertamente, la vida es un misterio lleno de más misterios. ¿Qué podemos hacer?

Pareciera que en esa neurosis de negar lo incognoscible que nos  son muchas cosas de la vida, nos distrajéramos fácilmente de aquello qué -no sabiendo yo qué es para ti, pero sí para mí- es realmente importante, sustancial, sublime, irrepetible: nuestra esencia.

A veces, casi siempre por necesidad, económica o personal, toca viajar. En cuatro meses de mi primer viaje, creo que si algo ha mantenido este viaje como una aventura brutal, ha sido el hecho de aprender a ver el alrededor como tu realidad primaria. Al salir del país, tus seres queridos se enfocan en despedidas, lágrimas, planes para cuando regreses, en fin. Nos llevamos en la maleta una foto, una seguridad… Algo que nos mantenga unidos, conectados.

Al momento de partir, existen dos posibilidades para ti. Aferrarse a la vida dejada o forjar caminos para una  nueva. Sucede que mientras transitamos por un nuevo lugar, de plano, nuestras necesidades básicas se van imponiendo a medida que nos acostumbramos a suplirlas, luego sutilmente estas se ven cumplidas y empiezan a surgir otras, otras donde empiezas a ver las necesidades del otro, lo que tiene para decir, un punto de vista diferente, un regalo de la vida. Descubrir, por ejemplo, cómo expresarse ante las inquietudes del otro cuando ni siquiera manejas su idioma o pragmática, es sencillamente cautivador. Sientes que estás viviendo.

Entonces vale la pena aprender a visualizar qué es lo que nos conecta con otros, en otros lugares… Es hora de vivir.